Hulk Hogan fue más humano que su leyenda. Por eso importa y duele. (OPINIÓN)

Por Big Venom, Comisionado de WAR Ecuador

No fue solo un luchador, fue una leyenda, un pionero, quien inició con la industria de la lucha libre profesional. Un ruido de fondo en la infancia de muchos… Fue grito de guerra, figura de acción, póster en la pared. Un símbolo, mito, exceso. Y en esta semana, murió.

Terry Bollea, mejor conocido como Hulk Hogan, falleció el 24 de julio de 2025 en su casa de Clearwater. Tenía 71 años, el cuerpo hecho pedazos por la gloria. Más de 25 cirugías, dicen. Espalda, cuello, cadera. La factura llegó puntual, como siempre hace la muerte. Y no hubo ring al que subirse para evitarla.

Me cuesta escribir sobre él sin sentir que hablo también de mí, de nosotros, de ese tiempo en que la vida era más clara: Hogan era el bueno, y punto. Rubiazo, musculoso, carismático. Entraba al ring con «Real American» a todo volumen y todos sabíamos lo que venía: comeback, patada, leg drop, victoria. Fin.

Para un luchador, retirarse del cuadrilátero es una especie de muerte, el fallecimiento de su carrera. Yo lo viví, me retiré con dignidad después de un diagnóstico letal de varias lesiones en la columna vertebral. Hogan también lo hizo, obviamente con muchas más cámaras a su alrededor, con justa razón, pues él fue una leyenda viviente. Es triste saber que a nosotros nos toca experimentar el último adiós más de una vez.

Pero el tiempo desenmascara hasta a los dioses de vinilo. Descubrimos que el héroe también era humano. Que decía cosas que no debía, que apoyaba a quien él creía que era correcto apoyar, pero para otros no debía hacerlo, que su gloria tenía grietas. En 2015, se filtraron comentarios racistas. En 2024, apareció en escena política como entusiasta defensor de Trump, siendo personaje clave para su victoria. Y la imagen, como siempre pasa con los mitos, se resquebrajó.

¿Y entonces? ¿Se cancela? ¿Se entierra al personaje junto con el hombre?

Yo no puedo. Porque también recuerdo cuando, siendo niño, creí que todo era posible si uno decía sus oraciones, comía sus vegetales, tomaba sus vitaminas, entrenaba y creía en sí mismo. Esa era su receta mágica, absurda, de manual barato… pero cómo servía cuando uno tenía ocho años y la vida todavía dolía menos, como la espalda.

Después reinventó todo. Hollywood Hogan. El nWo. El rudo que sabíamos que en el fondo seguía siendo nuestro héroe. Lo amábamos porque nos traicionaba bien. Porque hasta en su villanía había espectáculo.

Y luego vino el ocaso: entrevistas de hospital, declaraciones que dejaban gusto amargo, y una salud deteriorándose como si la fama también cobrara intereses.

Hogan no fue perfecto. Tampoco lo fingió.

Y tal vez por eso, con sus luces y sombras, con sus patadas mal vendidas y sus discursos incómodos, nos enseñó una verdad incómoda: que hasta los héroes sudan, se equivocan, envejecen. Que incluso el ícono más brillante guarda oscuridades. Y que esa mezcla, rara y humana, es lo que nos hace reales.

Los homenajes

Triple H tocó la campana diez veces. Ric Flair lloró. Cena y The Rock escribieron tributos conmovidos. Los fans publicaron fotos viejas, camisetas gastadas, recuerdos rotos. Y sí: dolió. Porque se fue algo más que un luchador. Se fue un fragmento de infancia. Se fue alguien que, sin saberlo, compartió el ring con millones.

No hay cierre posible. No hay lección redonda. Solo queda decir: gracias, Hogan. Gracias por los momentos buenos, por los errores que también enseñan… por recordarnos que el espectáculo más grande ocurre cuando lo humano se muestra sin máscara.

Porque al final, todos somos eso: héroes y villanos de nuestra propia historia. Y porque al final, Hogan, con tus aciertos y errores, también nos demostraste que eras un ser humano más, como todos nosotros.